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Episodio 2: Despertando en un templo desconocido

Después de perder el conocimiento en un misterioso jardín zen, me desperté en una habitación extraña: un espacio impregnado de tenue aroma a incienso y un silencio abrumador. Sin dominar el idioma ni comprender la situación, me enfrenté a mi primer desafío en este nuevo mundo: adaptarme a las costumbres del templo y aprender a comunicarme.

Perdí la noción del tiempo durante mi inconsciencia. Al recobrar el sentido, me encontré acostado sobre un suelo de tatami. La luz difusa del sol se filtraba a través de una puerta corrediza de papel, iluminando suavemente la estancia. En el aire flotaba un ligero aroma a incienso que confería al ambiente una calma casi sagrada. Lo más extraño era no sentir dolor alguno tras la caída. «¿Dónde demonios estoy?», me pregunté, mientras la confusión nublaba mi mente. Me incorporé lentamente; el crujido del tatami bajo mis manos fue el único sonido que rompió la quietud.

La habitación era sencilla pero impecable. No había muebles, salvo una mesa baja y un futón en el que, al parecer, me habían tendido. Intenté reconstruir mentalmente lo ocurrido: el jardín zen, el monje con la escoba, mi reflejo en el agua… Todo aquello no había sido un sueño. La certeza de esa realidad me heló la sangre.

Apenas comenzaba a asimilar lo sucedido cuando la puerta se deslizó con suavidad, revelando la figura del monje del jardín. Sin pronunciar palabra, se acercó y me observó con expresión impasible.

En ese momento recordé que, aunque no dominaba el idioma, sabía algunas palabras en japonés: «Ohayō» (buenos días), «Konnichiwa» (buenas tardes), «Konbanwa» (buenas noches), «Arigatō» (gracias), «Sayōnara» (adiós), «Tasukete» (ayuda), «Onegai shimasu» (por favor) y los números del uno al cien. Sin embargo, para situaciones complejas, mi conocimiento era insuficiente.

El monje pronunció unas frases en tono sereno, pero cada sílaba era un enigma para mí. «Genial… ahora sí estoy jodido», pensé, frustrado por mi incapacidad para comunicarme.

Decidí usar los pocos términos que conocía: asentí e intenté descifrar sus gestos. Al notar mi confusión, el monje suspiró y señaló un plato de comida que llevaba. Antes de entregármelo, hizo una breve reverencia con las palmas juntas: «Itadakimasu». Con un ademán, indicó que debía comer.

Imitando su gesto, junté mis manos y balbucí un tímido «Itadakimasu» antes de tomar los palillos. El arroz humeante era el más delicioso que había probado. Mientras comía, observaba cada detalle con atención. Al terminar, reuní mis manos nuevamente y dije: «Gochisōsama». El monje me observaba, evaluando quizás mi capacidad de adaptación.

Finalmente, se levantó y me hizo señas para que lo siguiera. Comprendí que, si quería integrarme, debía aprender el idioma con urgencia. Con determinación, me puse de pie y lo seguí, consciente de que aquel era el primer paso hacia una vida completamente nueva.

Mientras los ecos de mis primeras palabras en japonés resonaban en los pasillos del templo, mi mente se sumergía en un torbellino de reflexiones. Cada sílaba pronunciada por el monje parecía marcar el inicio de un renacimiento. Me detuve junto a una puerta corrediza y sentí que debía redefinir mi identidad en aquel mundo.

Mi nombre, Enrique González, había sido un sello en la Ciudad de México. Pero allí, en aquel lugar sagrado, anhelaba algo que fusionara mis raíces con esta nueva tierra. Sabía que los apellidos aquí honraban el linaje, y aunque mantendría mi nombre, deseaba uno que evocara tanto mi hogar como este destino.

Tras meditarlo, elegí Takechi: un guiño a los sabores de mi tierra (tacos) adaptado a la fonética japonesa. En ese instante, supe que un nuevo capítulo comenzaba. La incertidumbre se transformó en promesa mientras caminaba por los pasillos, repitiéndome que, aunque dejaría atrás parte de mi pasado, mi esencia perduraría en este nombre.

Con una respiración profunda, acepté que mi viaje apenas comenzaba. En algún lugar entre los misterios de este mundo, Takechi sería mi huella.

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