Episodio 19: El Precio del Comal
La frustración me mantuvo dando vueltas en la cama mucho después de que la casa quedara en silencio. La imagen del comal y la prensa, tan necesarios y tan inalcanzables, se repetía en mi mente. Estaba a punto de rendirme al sueño cuando un golpe suave [コンコン] resonó en la puerta corrediza de mi habitación.
Me incorporé, sorprendido. —¿Sí?
—¿Takechi-kun? Soy Yuki. ¿Estás despierto? ¿Puedo pasar un momento? —su voz sonó desde el otro lado, clara pero con un matiz de duda, casi de timidez.
«¿Yuki-san?» Me acerqué a la puerta, algo desconcertado.
—Eh... sí, claro, Yuki-san. Pasa —respondí, deslizando la puerta para abrirla.
Yuki estaba allí, en el pasillo tenuemente iluminado por una lámpara lejana. Llevaba una sencilla ropa de dormir –una especie de yukata ligero– y se retorcía un poco las manos frente a ella, con una expresión de genuina preocupación en su rostro amable.
—Disculpa la molestia a esta hora... —comenzó, sin entrar del todo—. Es solo que... bueno, en la cena... parecías tan distraído, tan... preocupado. No pude evitar pensar si algo malo había pasado durante el día o si te sentías mal. Quería asegurarme de que estuvieras bien.
Su consideración sincera me desarmó un poco. La frustración por el comal y la prensa seguía ahí, pero la genuina inquietud de Yuki era... conmovedora. Me sentí un poco culpable por haberla preocupado con mi ensimismamiento.
—Oh, no, no es nada malo, Yuki-san. De verdad —intenté tranquilizarla, forzando una sonrisa—. Solo estaba... dándole vueltas a algunas cosas. Ideas para... bueno, para cocinar. Ya sabes.
Ella inclinó la cabeza, sus ojos buscando los míos con una intensidad suave. —Entiendo que pienses mucho en tu cocina, es importante para ti. Pero... parecías más que pensativo. Parecías... frustrado. Como si hubieras chocado contra un muro.
Su percepción era increíblemente aguda. Tragué saliva. No podía contarle sobre el sistema, sobre la harina mágica que acababa de comprar. Pero la frustración por las herramientas era real. Quizás... quizás podía compartir una parte.
Suspiré, dejando caer un poco la fachada de "todo está bien". —Tienes razón, Yuki-san. Estaba un poco frustrado. Es que... —busqué las palabras adecuadas—. Para hacer bien algunos platillos de mi tierra, como esas tortillas de las que te hablé, necesito... herramientas específicas. Una especie de plancha de metal muy lisa para cocinar sobre el fuego, que llamamos Comal, y... otra cosa para aplanar la masa de forma especial, una Prensa. Y no sé si existen aquí, o cómo conseguirlas. Son... importantes para que la comida quede como debe ser.
Vi cómo Yuki procesaba mis palabras, su expresión cambiando de la preocupación a la comprensión, y luego a la empatía.
—Ah... entiendo —dijo asintiendo lentamente—. Herramientas especiales. A veces pasa eso con las artesanías también. Necesitas el instrumento adecuado o el resultado no es el mismo. Debe ser frustrante tener la idea clara en la cabeza pero no poder llevarla a cabo por falta de medios.
Su comprensión simple y directa fue un pequeño bálsamo. Era exactamente eso.
—Sí, exactamente —confirmé, sintiendo que un poco de la tensión se liberaba al poder verbalizarlo, aunque fuera parcialmente—. Supongo que tendré que investigar mañana, ver si alguien puede fabricarlas... pero no tengo idea de cuánto podría costar.
Yuki me ofreció una pequeña sonrisa de ánimo. —Bueno, no te desanimes todavía, Takechi-kun. La capital es grande, y el Distrito de los Artesanos tiene maestros increíbles. Quizás encuentres algo parecido, o alguien que entienda lo que necesitas y no cobre una fortuna. Senju-sama conoce a mucha gente, podrías preguntarle a él también.
Su optimismo práctico era contagioso. —Sí... tienes razón. Mañana investigaré. Gracias por venir a ver cómo estaba, Yuki-san. Y por preocuparte. Significa mucho.
El ligero rubor volvió a sus mejillas. —No es nada. Somos compañeros ahora, ¿verdad? Tenemos que cuidarnos unos a otros. Descansa bien, Takechi-kun. Y no le des demasiadas vueltas esta noche. Mañana será otro día.
—Descansa tú también, Yuki-san. Buenas noches.
Ella asintió con una última sonrisa amable y cerró la puerta suavemente tras de sí, dejándome de nuevo en la quietud de mi habitación. Su visita inesperada había disipado parte de mi frustración, reemplazándola con una resolución más tranquila. Tenía un plan: investigar. Y quizás, como dijo Yuki, encontraría una solución.
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A la mañana siguiente, me desperté con esa resolución, aunque teñida por la preocupación del coste desconocido. Durante una pausa en las tareas matutinas en el almacén, me armé de valor y me acerqué a Senju-san mientras revisaba unos documentos en su pequeña oficina contigua a la tienda.
—Senju-san, disculpe la interrupción —empecé, algo nervioso—. Me preguntaba si... ¿sería posible que me ausentara un par de horas? Hay algo que necesito consultar en el Distrito de los Artesanos. Es... sobre unas herramientas de cocina que podría necesitar.
Senju-san levantó la vista de sus papeles, sus ojos evaluándome con calma por un instante. —¿Herramientas de cocina? ¿El enano herrero te dejó con la curiosidad? —preguntó, con una leve sonrisa que sugería que quizás sospechaba más de lo que decía. Hizo un gesto con la mano—. Está bien, Takechi-kun. Ve. Kenji y yo podemos manejar las cosas aquí por un rato. Pero no tardes demasiado, tenemos una entrega grande que preparar por la tarde.
—¡Gracias, Senju-san! ¡Volveré lo antes posible! —respondí, sintiendo una oleada de gratitud por su flexibilidad.
Salí de Almacenes Senju y me dirigí a paso rápido hacia el Distrito de los Artesanos. El camino ya me resultaba familiar, y pronto el aire se llenó de nuevo con el olor acre del carbón quemado y el repiqueteo constante de los martillos [カンカン]. Llegué frente al taller del "Dragón Humeante" (龍煙工房 - Ryūen Kōbō), la imponente escultura de metal sobre la entrada pareciendo mirarme con ojos humeantes.
Respiré hondo, preparándome para enfrentar de nuevo al gruñón maestro herrero, y entré en el calor sofocante del taller. El ruido era ensordecedor. Busqué con la mirada y encontré al Capataz Enano (ドワーフの親方) supervisando a dos aprendices que martilleaban una pieza de metal al rojo vivo sobre un yunque. Esperé pacientemente a que terminaran esa ráfaga de golpes y a que el Capataz les diera una nueva instrucción con un gruñido.
—¡Disculpe, Maestro Herrero! —llamé, elevando la voz para hacerme oír sobre el estruendo.
El enano se giró, sus pobladas cejas frunciéndose al reconocerme. —¿Tú otra vez? ¿Qué quieres ahora, muchacho? ¿Senju te mandó por más cosas raras?
—No, señor. Esta vez vengo por mi cuenta —respondí, acercándome con respeto—. Necesito su consejo... y quizás su habilidad. Estoy buscando dos herramientas de cocina muy específicas, y no sé si existen aquí o si podrían fabricarse.
El enano se cruzó de brazos, su expresión una mezcla de impaciencia y una pizca de curiosidad profesional. —¿Herramientas de cocina? ¿Vienes a una forja a pedir ollas y sartenes? Hay tiendas para eso.
—No son ollas comunes, Maestro —insistí—. Son... diferentes. Para hacer tortillas, un tipo de pan plano de mi tierra. —Busqué en el suelo un trozo de carbón suelto y, agachándome, empecé a dibujar torpemente sobre una losa de piedra más clara y lisa—. Una es el Comal, como... una plancha de metal redonda, gruesa, muy plana. —Dibujé un círculo—. Quizás así de grande —indiqué con las manos—. Necesita calentarse mucho y de manera uniforme sobre el fuego, para cocinar rápido por ambos lados.
El enano observó mi dibujo con un resoplido. —Una plancha de calor. Sí, se puede hacer. Hierro fundido grueso, bien nivelado. ¿Y la otra?
—La otra es una Prensa, para aplastar la masa antes de cocinarla —continué, tratando de dibujar algo más complejo—. Imagínese... dos placas de metal pesado, quizás redondas también, unidas por una bisagra. —Dibujé dos círculos superpuestos con una línea indicando la unión—. Y una palanca o mango largo aquí —añadí una línea para la palanca— que al bajarla, cierre las placas y aplaste una bola de masa que se pone en medio, dejándola muy delgada y redonda, siempre igual.
El Capataz Enano se inclinó un poco, observando mi garabato con más atención. Se rascó la barbilla barbuda, sus ojos técnicos evaluando el concepto mecánico.
—Hmm... una prensa de palanca. Para comida, dices... —murmuró—. El mecanismo es simple, pero para que funcione bien con masa pegajosa y dé un grosor uniforme... necesitaría precisión en la bisagra y las superficies bien lisas. Y buen peso en la placa superior. No es un martillo, ¿sabes? Requiere más fineza.
—¡Exacto! —exclamé, aliviado de que entendiera—. ¿Sería posible fabricar ambas cosas? ¿El Comal y la Prensa?
El enano se enderezó, mirándome fijamente. —¿Posible? En esta forja hacemos armas que parten acero y herramientas que dan forma a la roca. Claro que es posible, muchacho. La pregunta es si puedes pagarlo. —Señaló la plancha—. Esto, de buen hierro fundido, tamaño mediano... ponle unas 8 monedas de plata. —Luego señaló el dibujo de la prensa—. Y esta cosa... con el mecanismo de palanca, bisagra fuerte, placas pulidas... eso es trabajo más fino. Te costará al menos 3 monedas de oro. Y no me regatees, es precio justo por trabajo a medida y de calidad.
Me quedé helado. Tres monedas de oro... ¡y ocho de plata! Revisé mentalmente mi capital: 16 platas y 3 cobres. No llegaba ni a una fracción del coste total. Tres monedas de oro eran... según la conversión del sistema, ¡150,000 Créditos de Recuerdo! Una fortuna inimaginable para mí ahora mismo.
—¿Tres... oro...? —tartamudeé, sintiendo cómo la esperanza se desplomaba—. Pero... ¿no hay forma de hacerlo más... sencillo? ¿Más barato?
El enano soltó una carcajada áspera. —¿Barato? Quieres herramientas precisas y duraderas para tu comida rara, pagas por ello. Si quieres basura que se rompa o queme tu pan, vete a buscarla al mercado de trastos viejos. Yo hago trabajo de calidad. Ese es el precio. ¿Lo tomas o lo dejas?
Bajé la mirada, sintiendo la amargura de la realidad. —Yo... no puedo pagarlo ahora mismo, Maestro —admití en voz baja—. No tengo tanto dinero.
—Entonces no me hagas perder el tiempo con dibujitos —gruñó el enano, dándose la vuelta para volver a supervisar a sus aprendices, dando por terminada la conversación—. Vuelve cuando tengas el oro. O no vuelvas.
Me quedé allí plantado por un momento, el ruido de la forja resonando como un eco de mi fracaso. Con un suspiro pesado, hice una reverencia formal a la espalda del enano, aunque sabía que no le importaba.
—Gracias por su tiempo, Maestro.
Salí del taller "Dragón Humeante", dejando atrás el calor y el ruido, pero llevando conmigo el peso aplastante del coste de mi sueño culinario. Caminé de regreso hacia Almacenes Senju con pasos lentos, la frustración y la decepción como una nube gris sobre mi cabeza. ¿Cómo demonios iba a conseguir tanto dinero?
Regresé a Almacenes Senju con el ánimo arrastrando por los suelos. La cifra resonaba en mi cabeza: tres oros, ocho platas. Una barrera monumental entre mi harina virtual y las tortillas humeantes que anhelaba crear. Me reincorporé al trabajo junto a Kenji, ayudando a organizar el cargamento que había llegado esa mañana, pero mi entusiasmo se había evaporado por completo. Mis movimientos eran lentos, mi mirada perdida.
Terminamos la tarea asignada justo antes del mediodía. Mientras guardábamos las últimas herramientas de embalaje, Kenji se detuvo y me observó directamente. Su habitual reserva parecía haber dado paso a una curiosidad directa, probablemente alimentada por mi evidente cambio de humor desde que volví del Distrito de los Artesanos.
—¿Y bien? —preguntó, su voz grave y sin rodeos—. ¿El herrero te dio malas noticias? Tu cara parece la de alguien a quien le acaban de decir que su caballo favorito se lo comió un grifo.
Su comparación extraña y algo sombría me sacó una pequeña sonrisa amarga. —Peor, Kenji-san. Me dio el precio. Tres monedas de oro y ocho de plata por las herramientas que necesito para las tortillas.
Kenji silbó suavemente por lo bajo, una expresión de sorpresa genuina cruzando su rostro. —Tres oros... Sabía que ese enano era caro, pero eso es... una locura para unas herramientas de cocina.
—Lo sé —respondí, dejándome caer sobre un fardo cercano—. No tengo ni la décima parte de eso. A este paso, tardaré años en ahorrarlo... si es que alguna vez lo consigo. Adiós a mis tortillas... adiós a los tacos...
Apoyé la cabeza en mis manos, sintiendo la frustración volver a subir. ¿De qué servía tener la receta y la harina si no podía cocinarlas? Era como tener la llave de un tesoro enterrado bajo una montaña que no podía mover.
«Genial, Takechi. De vuelta al punto cero», pensé con desaliento. «Quizás debería olvidarme de las tortillas por ahora y centrarme en cosas que SÍ puedo hacer con lo que hay aquí... O tal vez... ¿tal vez sí debería ir a buscar ese Gremio de Aventureros? ¿Será que mi destino es matar slimes después de todo?» La idea volvió, esta vez menos como un chiste y más como una opción tentadora nacida de la desesperación.
Estaba tan perdido en mis pensamientos derrotistas que no noté que Kenji se había quedado callado, mirándome con una expresión intensa, casi como si estuviera librando una batalla interna. Se rascó la nuca, desvió la mirada hacia el techo polvoriento, luego volvió a fijarla en mí.
—Oye... —empezó, su voz sonando diferente, más baja y seria de lo habitual—. Quizás... quizás haya otra forma. Una forma más rápida.
Kenji se inclinó un poco, como si fuera a compartir un gran secreto.
Levanté la cabeza, intrigado pero escéptico. «Aquí viene... el gremio de aventureros, el calabozo, la misión peligrosa...»
—Recuerdas... ¿recuerdas la salsa? La picante. —dijo Kenji.
Parpadeé. —¿La salsa? ¿Otra vez con eso? ¿Qué tiene que ver...?
—Escucha —me interrumpió, su voz ganando urgencia—. La gente aquí... les encanta un buen desafío. Una apuesta. Demostrar que son los más duros. Lo he visto mil veces en los festivales, en el mercado... pagan por probar cosas raras, por intentar superar a los demás.
Lo miré fijamente, empezando a sentir un escalofrío de premonición. No me gustaba hacia dónde iba esto.
—¿Y si... —continuó Kenji, sus ojos brillando con una idea que claramente le parecía brillante y terrible a la vez— usamos eso? Tu resistencia al picante. Es... anormal. Nadie aquí aguanta así. Hacemos un desafío público. Preparas varias salsas, de "agradable" a... "muerte instantánea". —Hizo una mueca al recordar—. Montamos un puesto un día de mercado. Cobramos una entrada. La gente apuesta. Intentan subir niveles. Intentan aguantar más que tú. "¿Quién es más valiente/tonto que el extranjero?" ¡Podría ser un espectáculo! Podrías... podrías ganar mucho dinero en un solo día. Quizás... quizás lo suficiente para tus herramientas.
Me quedé mirándolo, completamente estupefacto [あっけに取られる]. Mi cerebro intentaba procesar la propuesta. Olvídate de matar monstruos o buscar tesoros. El plan maestro de Kenji para mi crisis financiera, su solución "rápida y efectiva"... era convertirme en una atracción de feria culinaria, un fenómeno del picante. La idea era tan inesperada, tan... pragmática y a la vez tan demencialmente peligrosa (¡imagina la responsabilidad si alguien se enfermaba!), que me dejó sin aliento.
Era, sin duda, la idea más loca que había oído desde que llegué a este mundo.
Pero... en el fondo de mi desesperación financiera, una pequeña y temeraria voz susurró: «¿Y si... y si tiene razón? ¿Y si esta locura... funciona?»
Me quedé allí, sentado sobre el fardo, mirando a Kenji como si le hubiera salido una segunda cabeza. La propuesta flotaba en el aire denso y polvoriento del almacén: un concurso de resistencia al picante. Mi oportunidad de conseguir el dinero para el comal y la prensa no venía de un golpe de suerte mágico o una misión heroica, sino de la idea descabellada de mi compañero de trabajo, basada en mi extraña habilidad para comer chiles como si fueran caramelos.
La mente me daba vueltas. Por un lado, la idea era ridícula. Peligrosa, incluso. ¿Organizar un evento público basado en infligir dolor (aunque fuera voluntario)? ¿Qué pensaría Senju-san? ¿Y si alguien reaccionaba muy mal? Las complicaciones logísticas y morales eran enormes.
Pero por otro lado... la imagen de esas herramientas, del comal caliente esperando la masa, de la prensa aplastando las testales perfectamente redondas, era increíblemente poderosa. La necesidad era real, y la solución propuesta por Kenji, aunque heterodoxa, tenía una extraña lógica interna basada en lo que había observado de la gente y, sobre todo, en mi propia y peculiar condición. Era una apuesta loca, un atajo arriesgado en lugar del largo y arduo camino del ahorro.
Vi la seriedad en los ojos de Kenji. No lo decía en broma. Realmente creía que podía funcionar. Él, que apenas unos días antes me miraba con indiferencia, ahora me ofrecía una solución nacida de su propia observación y, quizás, de su propia experiencia con aquella salsa infernal.
«Un concurso de picante...», repetí en mi mente. La idea era tan ajena a todo lo que había sido mi vida anterior, tan absurdamente Isekai a su manera retorcida, que una risa nerviosa amenazó con escapar de mis labios.
¿Podría funcionar? ¿Era esta la extraña forma en que este mundo me ofrecía una oportunidad? ¿Estaba dispuesto a convertirme en "El Extranjero que Desafía al Picante" para poder hacer mis tortillas?
Levanté la vista y encontré la mirada expectante de Kenji. Él había puesto la idea sobre la mesa. Ahora, la decisión era mía.