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Episodio 13: El Primer Mandado en la Capital

El traqueteo constante de la carreta había sido la banda sonora de nuestro viaje durante días, pero gradualmente, un nuevo tapiz de sonidos comenzó a filtrarse. Primero fue un murmullo distante, luego un rumor creciente, hasta que finalmente, al doblar una amplia curva del camino flanqueada por imponentes muros de piedra, el estruendo completo de la capital nos golpeó de lleno.

Contuve el aliento. Los pueblos que habíamos atravesado eran como arroyos tranquilos comparados con este océano embravecido de actividad. La calle principal, mucho más ancha que cualquiera que hubiera visto aquí, bullía con una multitud densa y colorida. Carretas más grandes y elaboradas que la de Senju-san competían por espacio con porteadores cargados de fardos, jinetes con armaduras ligeras y un flujo interminable de peatones. El aire vibraba con el clamor de voces, el repique de campanas lejanas, el golpeteo rítmico de alguna herrería cercana y el chapoteo alegre de fuentes ornamentales.

La arquitectura también era un espectáculo desconcertante. A lo lejos, dominando el horizonte, se alzaba la silueta inconfundible de un castillo japonés, majestuoso sobre una colina. Pero las calles que se abrían a nuestro paso eran un mosaico de estilos. Edificios de madera oscura y tejados curvos se codeaban con robustas construcciones de piedra de aire medieval y torres de diseño fantástico que desafiaban cualquier clasificación que conociera. Era como si diferentes épocas y mundos hubieran decidido chocar y asentarse juntos en este único lugar.

Y la gente… Senju-san dirigía la carreta con calma experta a través del gentío, pero mis ojos no daban abasto. Predominaban los rostros y vestimentas de estilo japonés que ya me eran familiares –kimonos, yukatas, samuráis con su distintivo porte–, pero mezclados entre ellos, había una sorprendente variedad. Personas con cabellos de colores tan vibrantes como el fuego o el cielo profundo, vestidos con túnicas y ropajes que parecían sacados de libros de cuentos de hadas. Y, lo que más me impactó, figuras que claramente no eran humanas del todo. Vi claramente a un hombre bajo y barbudo con un hacha al cinto que solo podía ser un enano, a una mujer alta de orejas puntiagudas y porte elegante como una elfa negociando en un puesto, e incluso, por un instante fugaz, a un corpulento hombre lagarto discutiendo con un comerciante humano. Semi-humanos. Mi mente, aunque ya había visto indicios, aún luchaba por aceptar la normalidad de esta diversidad fantástica.

—Aquí es —la voz tranquila de Senju-san me sacó de mi estupor.

Había detenido la carreta frente a un edificio de tamaño considerable, de dos plantas, construido en un estilo japonés tradicional pero robusto. Sobre la entrada principal, un noren de tela azul oscuro ondeaba suavemente, y en él, grabado con elegancia, se leía: 「千住商店」 (Almacenes Senju).

«¿Almacenes? ¿Senju tiene… una tienda aquí?» La revelación me tomó por sorpresa. Siempre lo había imaginado como un simple comerciante errante.

Antes de que pudiera procesarlo del todo, la puerta principal se deslizó suavemente [スッ]. Una joven apareció, haciendo una reverencia profunda. Era humana, quizás un par de años mayor que mi cuerpo actual, de complexión delgada y postura diligente. Mientras se incorporaba, mis ojos [casi sin permiso de mi cerebro de 45 años] se fijaron por una fracción de segundo en ella. Era... radiante. Llevaba el cabello oscuro recogido pulcramente, y un uniforme peculiar –vestido corto, delantal blanco almidonado [パリッ], detalles de encaje– que enmarcaba su figura de una manera... inesperada. Pero fue su sonrisa genuina al levantar la vista, junto con el brillo vivaz de sus ojos, lo que realmente me golpeó. Una oleada de calor me subió por el cuello hasta las orejas [カッ]. ¡Rayos! ¡Contrólate!. Aparté la vista rápidamente, sintiéndome un completo idiota por la reacción de este cuerpo adolescente. La mezcla de su presencia luminosa y ese atuendo sorprendente había sido suficiente para corto-circuitar mi compostura por un instante. (El pensamiento fugaz "Me recuerda a esos cafés de Akihabara" cruzó mi mente, pero lo descarté sacudiendo la cabeza [ブンブン]).

—¡Bienvenido de vuelta, Senju-sama! —dijo con una voz clara y melodiosa.

—He vuelto, Yuki —respondió Senju-san con una familiaridad cálida—. ¿Todo en orden?

—Sí, señor. Kenji está terminando de descargar el último pedido local.

Justo entonces, un joven más alto y fornido, quizás de unos veinte años, salió del almacén contiguo, secándose el sudor de la frente. Al ver a Senju-san, también hizo una reverencia respetuosa.

—Jefe, bienvenido.

—Buen trabajo, Kenji —dijo Senju-san—. Encárgate de la carreta y los caballos, por favor. Y este es Takechi-kun, viajará conmigo por un tiempo y nos ayudará.

Yuki y Kenji me miraron con curiosidad no disimulada. Les ofrecí una torpe reverencia.

—Un placer —murmuré.

Yuki me dedicó otra sonrisa radiante. Kenji simplemente asintió, con una expresión más reservada, antes de ocuparse de los caballos.

Entramos en la tienda. El interior era espacioso y sorprendentemente ordenado, lleno de fardos de tela, sacos de grano, barriles de lo que supuse era sake o miso, y estantes con cerámicas y otros productos. Olía a madera, a especias y al leve aroma del incienso. Senju-san intercambió algunas palabras más con Yuki sobre los negocios, revisó un libro de cuentas y luego se volvió hacia mí.


—Bueno, Takechi-kun —dijo, sacando un pequeño trozo de papel y un pincel de un cajón—. Mientras yo me pongo al día aquí y organizo el próximo viaje, necesito que me hagas algunos recados en la ciudad. Apuntaré aquí los lugares y lo que necesito.


Escribió rápidamente una serie de nombres de tiendas y artículos en el papel. Luego, sacó una pequeña bolsa de tela que tintineó suavemente y me la tendió junto con la nota.


—Toma. Esto debería ser suficiente para cubrir los gastos y para tus propias necesidades por ahora. No te pierdas y ten cuidado.

Tomé la nota y la bolsa, sintiendo el peso inesperado de las monedas. —Gracias, Senju-san.


—Anda, ve. Nos veremos aquí para la cena. Yuki te indicará dónde está tu habitación cuando vuelvas.

La pesada puerta de madera de 「千住商店」 (Almacenes Senju) se cerró a mi espalda con un golpe sordo, dejándome plantado en la acera de piedra. Parpadeé, deslumbrado no solo por el sol del mediodía que ahora golpeaba con fuerza, sino por el torrente de vida que se desplegaba ante mí. Esto no era el mercado tranquilo del pueblo anterior, ni la austera serenidad del templo. Esto era… diferente. Vibrante. Abrumador.

Una sonrisa involuntaria se dibujó en mi rostro. Era increíble. Demasiado. Abrumador. Sentí una oleada de pura emoción, la clase de fascinación que un niño siente al entrar por primera vez en un parque de diversiones gigantesco y desconocido. Quería verlo todo, explorarlo todo, entenderlo todo…

Fue entonces cuando me di cuenta. Tenía la lista de tareas de Senju-san arrugada en una mano y la bolsa de monedas pesando en la otra… y no tenía la menor idea de adónde ir primero, ni de cómo encontrar los lugares de la lista. Me había lanzado a la calle impulsado por la pura novedad, sin el más mínimo plan.

Solté una risita ahogada, negando con la cabeza. «Ah, Takechi… sigues siendo un novato.» La emoción del adolescente le había ganado por goleada a la supuesta planificación del hombre. ¡Patético! Miré los innumerables letreros sobre las tiendas. ¡Tantos letreros! Y justo ahí, la tarea de hacer recados solo en una ciudad desconocida desencadenó un recuerdo doble, tan vívido que me hizo detenerme en medio de la acera…

Primero, como un flashazo inesperado, vino la imagen de haber visto en Netflix un programa japonés entrañable: «はじめてのおつかい» (Hajimete no Otsukai, Mi Primer Mandado). Niños pequeñísimos, apenas capaces de caminar derecho, enviados por sus padres a la tienda de la esquina. Recordaba sus caritas llenas de determinación, sus pequeños tropiezos, la paciencia infinita de los tenderos, y sobre todo, la explosión de orgullo y alivio al regresar a casa, a menudo entre lágrimas pero con la misión cumplida, recibidos por padres igualmente emocionados. Una mezcla de valentía infantil e independencia sorprendente.

Y casi solapándose con esa imagen difusa, surgió otra, mucho más nítida, dolorosamente personal: yo, Enrique, con ocho o nueve años, en las calles concurridas de mi colonia en Ciudad de México. Mi madre empujándome unos billetes arrugados y un papel con su letra apurada: "A la tienda de Don Pepe. [Ir por] tortillas, [traer] cuarto de Oaxaca, [y una] Coca de dos litros. ¡Y no te tardes, que ya va a estar la comida!".

Recordé esa mezcla punzante de sentirme "grande" por ir solo y el nudo en el estómago por la responsabilidad. El dinero quemándome en el bolsillo, el miedo a olvidar algo, a que no alcanzara, a que Don Pepe no tuviera cambio. Pero lo que más pesaba era la tensión del regreso. Si me tardaba cinco minutos más, distraído mirando unos cromos o jugando con una piedra: "¿¡Dónde demonios andabas, Enrique!? ¡Siempre de vago! ¡Te dije que te apuraras!". Si el queso no era exactamente el que quería o me faltaban cincuenta centavos del cambio: "¿¡Pero no te fijas, inútil!? ¿Para qué te mando? ¡Todo lo haces mal!".

Mi madre... trabajaba sin descanso, nos quería a su manera, lo sé. Pero la paciencia no era su fuerte, y menos conmigo, el más despistado. Los errores rara vez se perdonaban; el esfuerzo, rara vez se reconocía. En nuestra casa, las palabras 'bien hecho' eran un lujo extraño, casi inexistente, al menos para mí. Y ahora, aquí estaba. Un hombre de 45 años con fachada de adolescente, en otro mundo, con una lista y dinero de un casi desconocido. Y Senju-san simplemente había dicho: "Anda, ve. Ten cuidado". Confianza tranquila. Sin condiciones previas, sin amenaza velada. Nada más. Incluso el taciturno Ishikawa-san, en el pueblo anterior, había murmurado aquel inesperado "Trabajó bien. Tiene potencial".

La diferencia me golpeó con la fuerza de una ola rompiendo en la orilla, arrastrando décadas de arena acumulada en mi pecho. La ausencia total de esa presión asfixiante, de esa crítica siempre agazapada esperando el fallo. En su lugar, solo... una simple expectativa. La confianza implícita en que haría lo mejor posible, en que podría hacerlo.

Sentí un nudo apretarse en mi garganta, áspero y doloroso. Los ojos me picaron de repente, y tuve que parpadear con fuerza para contener una lágrima traicionera que amenazaba con escapar. Una lágrima por el niño que fui, siempre esperando una aprobación que nunca llegó del todo. Una lágrima por la gratitud inesperada que sentía ahora, tan simple y a la vez tan abrumadora. Era... liberador. Pesado, pero liberador.

Tragué saliva, intentando deshacer ese nudo, y respiré hondo, el aire fresco de este mundo llenando mis pulmones y, tal vez, limpiando un poco el polvo de viejos resentimientos. No, no era miedo lo que me impulsaba ahora a seguir adelante con este mandado. Era algo más fuerte, más profundo. El deseo ardiente de estar a la altura de esa confianza inesperada, de demostrarle a Senju-san, a Ishikawa-san, y quizás, sobre todo, a mí mismo, que sí podía. Que el esfuerzo valía la pena.

Me enderecé, limpiándome discretamente la comisura del ojo con el dorso de la mano. «Bueno, Enrique... no, Takechi», me corregí mentalmente con una firmeza recién encontrada. «Se acabó quedarse parado como menso. A trabajar. Primer paso... ¿por dónde demonios queda el Distrito de los Artesanos?»


Empecé a buscar señales en las intersecciones cercanas, esperando algo parecido a los nombres de calles de mi mundo. Encontré postes de madera robusta con placas grabadas, pero mostraban símbolos complejos que no entendía y nombres de distritos lejanos o puntos de referencia como "Puerta del Dragón del Este" o "Zona del Templo Mayor" en una caligrafía artística que apenas podía distinguir. «Maldición, esto no ayuda mucho», pensé, sintiendo la frustración.

«Ok, Takechi, piensa como comerciante, como Senju-san... o, pensándolo mejor, como yo mismo: alguien acostumbrado a moverse por el caótico metro [地下鉄] de una gran ciudad en hora pico. ¡Hay que seguir el flujo!»

Confiando en mi deducción, me dirigí hacia esa calle lateral. El ambiente cambió rápidamente. El aire se cargó con el olor a carbón y metal caliente. Los edificios eran más funcionales, algunos con chimeneas soltando un humo denso [モクモク]. El ruido de martillos [カンカン], sierras [ギーギー] y fuelles [フゴーッ] se hizo constante. Definitivamente estaba en el Distrito de los Artesanos. Ahora, a encontrar el "Dragón Humeante". Me fijé en los talleres. Muchos tenían norens de colores oscuros en la entrada, algunos con símbolos bordados: un yunque, unas tenazas. Otros, placas de madera grabadas. Era un distrito vibrante y ruidoso.

Intenté buscar algún letrero con un dragón, pero era un motivo popular. Decidí preguntar. Me acerqué a un aprendiz humano que barría virutas de metal frente a un taller. «Disculpa, joven. ¿El taller del Dragón Humeante?» El chico levantó la vista, me señaló con la escoba. "Sí, claro. Sigue derecho, es el taller grande con el dragón de metal sobre la puerta. No tiene pérdida."

Le di las gracias y seguí la indicación. Y allí estaba. Sobre la entrada de un taller considerablemente grande, una impresionante escultura de metal oxidado representaba un dragón que parecía exhalar humo. Entré. El calor era intenso. Me acerqué a la figura más imponente: un enano robusto, con barba trenzada y delantal de cuero, supervisando el trabajo.

«Buenas tardes», dije, elevando la voz sobre el ruido. «Vengo de parte de Senju-san, de Almacenes Senju. Necesito recoger unas herramientas que encargó.»

El enano se giró, me midió con la mirada. «¿Senju?», gruñó, su voz profunda y áspera. «¡Ah, sí, el comerciante ese larguirucho...! Siempre con sus pedidos raros. ¡Ya era hora! Estaban ocupando espacio.» Llamó a un aprendiz, quien trajo un paquete pesado envuelto en arpillera. «Aquí tienes. Son 1 moneda de plata y 10 de cobre. Y dile a Senju que si quiere otra hoja con ese temple, que avise con más de una luna de antelación.»

Saqué la bolsa de Senju-san y pagué con cuidado. Mientras el enano contaba las monedas, aproveché. «Disculpe la molestia una vez más. Soy nuevo en la capital. ¿Podría indicarme cómo llegar al Distrito Mercantil desde aquí?»

El enano resopló, divertido. «¿Perdido, eh? Sales de este nido de humo, sigues la calle principal del distrito hasta que ya no oigas mis martillos y te llegue el tufo a pescado y perfume barato. Ahí buscas la fuente del jabalí de piedra, esa fea que siempre está meando por la oreja. Giras a la derecha. El Distrito Mercantil empieza ahí. Imposible perderse, a menos que seas un elfo despistado.» Se cruzó de brazos, zanjando la conversación.

«¡Entendido! ¡Le agradezco mucho su ayuda!» Hice una reverencia, tomé el pesado paquete y salí del taller, sintiendo el golpe del aire exterior, algo más fresco, en mi rostro. El primer encargo estaba completo, pero la ciudad aún guardaba el resto de sus desafíos. Miré hacia la dirección indicada por el enano, apretando el paquete con más fuerza. El Distrito Mercantil me esperaba.

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