Episodio 1: Un nuevo comienzo bajo el árbol de sakura
Nunca pensé que mi vida daría un giro tan radical. A mis 45 años, llevaba una existencia tranquila en la Ciudad de México: un trabajo estable, reuniones familiares semanales y una afición por la cultura japonesa que nunca trascendió el mero pasatiempo. Anime, mangas, documentales… todo me acercaba a Japón, pero siempre desde la distancia. Hasta ese día.
Había esperado meses para esto, y ahora, frente a mí, en un restaurante de lujo con decoración minimalista, un plato de フグ刺し brillaba bajo la luz tenue. Las finas láminas de pescado parecían obras de arte. Sabía que un error en su preparación podía ser letal, pero esa misma peligrosidad lo hacía irresistible. «Si voy a morir, que sea por algo memorable», bromeé para mis adentros.
Tomé los palillos con manos firmes. El primer bocado fue una explosión de sabor delicado, seguido de un hormigueo en la lengua. «La toxina… está ahí, pero controlada», me dije, repitiendo como un mantra lo que había leído en internet. Todo parecía ir bien. Hasta que no lo hizo.
El mundo se inclinó violentamente. El plato cayó al suelo con estrépito, y con él, mi cuerpo. El impacto contra la madera resonó como un trueno. Voces distorsionadas gritaban a mi alrededor, pero ya no podía entenderlas.
—No… Esto no está pasando —pensé, luchando por moverme. La parálisis se extendió como fuego helado. Mi visión se nubló, y en medio del pánico, una certeza me golpeó: «Voy a morir».
Las voces se volvieron ecos:
—¡Llamen a una ambulancia!
—¿Por qué tenía que pedir el maldito フグ刺し?
El frío me envolvió. La oscuridad lo engulló todo.
Cuando volví a abrir los ojos, una luz blanca y brillante me cegó. Olía a antiséptico. El sonido de un pitido lejano llenó el aire. «El hospital», pensé, aliviado. «Todo fue un susto. Pero estoy a salvo…».
Intenté moverme, pero mis manos encontraron una superficie crujiente que no era una camilla. Era tierra. Tierra suave, mezclada con pétalos de flores. Parpadeé, la confusión nublando mi mente.
Las ramas de 桜 danzaban sobre mí, rosadas y frágiles, como una pintura viva. Me incorporé con torpeza, sintiendo el peso ligero y desconocido de un cuerpo que no era el mío. A mi alrededor, un jardín zen se extendía impecable: piedras rústicas dispuestas en espiral, un estanque con peces koi de colores vibrantes y un arroyo que murmuraba en calma.
No había rastro de los familiares tubos médicos ni de los inquietantes monitores. Solo una paz inusual, que en lugar de calmarme, me aterró.
—¿Qué… pasó? —murmuré, apretando puñados de tierra entre los dedos.
El recuerdo llegó fragmentado: el フグ刺し, el hormigueo en la lengua… y luego lo recordé. No fue el フグ刺し. La silla del restaurante se rompió cuando me desplomé.
«¿Acaso el golpe me mató? ¿Esto es el paraíso?»
Camine torpemente hasta el estanque, temiendo lo que vería. El agua reflejó un rostro que no era el mío. Rasgos afilados. Ojos almendrados. Cabello negro como la tinta. Un adolescente de no más de dieciséis años.
—No puede ser… —mi corazón latió con fuerza—. ¿Un isekai? ¿En serio? Reí con nerviosismo, pero la risa murió al instante. —Faltaría que ahora tenga que salvar un reino o algo así… —murmuré, y en un impulso absurdo, alcé las manos frente a mí, concentrándome—. Vamos, magia. Hazme una bola de fuego. ¡Cualquier cosa!
Nada. Solo el viento jugando con los pétalos y el sonido de una escoba barriendo piedras. Me relajé, extrañamente aliviado. «Al menos no soy un elegido. Solo un tipo en un cuerpo prestado».
A lo lejos, un monje con túnica gris barría el suelo con movimientos metódicos. Tomé aire y, recordando mis limitadas clases de japonés (abandonadas tras tres semanas de procrastinación), me acerqué con cautela.
—Konnichiwa —dije, torpemente—. Watashi wa ……? Me detuve a pensar, doy mi nombre real ¿o?
El monje se detuvo, sorprendido. Sus ojos se abrieron un poco, como si acabara de ver algo fuera de lugar. Parpadeó dos veces y ladeó la cabeza.
—Sore wa… —empezó a decir, pero sus palabras se perdieron en el aire.
—Eh? —respondí, usando lo único que recordaba de los animes—. Sumimasen, nihongo ga… —hice un gesto vago con la mano, como diciendo «no mucho».
El monje inclinó la cabeza, pero antes de que pudiera decir algo más…
¡ZAS!
El golpe llegó sin aviso. Caí de rodillas, aturdido, y al mirar de reojo, vi a otro monje —joven, de mirada severa— retirando su bastón de madera.
—Chotto! —escuché decir al primer monje, ahora con tono de reproche—. Naze kuruwake?
—Kare wa… kienai mono —respondió el segundo monje, con voz grave.
—Nani? —alcancé a balbucear, pero el mundo ya se desvanecía—. Sumimasen… no entiendo…
La oscuridad volvió a tragarme
Un murmullo lejano flotaba en la oscuridad. No podía ver nada, pero sentía la brisa tibia rozándome la piel. Algo suave caía sobre mí, ligero como la ceniza. Pétalos. Un susurro a mi alrededor, voces distantes que apenas podía reconocer.
—Enrique…
Intenté moverme, pero mi cuerpo no respondía. Como si estuviera atrapado en un océano de sombras.
—Enrique… —otra vez, esa voz. Cálida, familiar, pero difusa, como si la escuchara desde detrás de una pared.
Parpadeé. Frente a mí, las luces de la Ciudad de México titilaban como estrellas artificiales. Estaba de pie en un balcón alto, con un vaso de café en la mano, mirando el mundo que una vez llamé hogar. Mi antiguo hogar.
El teléfono en mi bolsillo vibró. Lo saqué por instinto. Un mensaje en la pantalla: «¿Vienes a cenar el domingo? Mamá hará enchiladas».
Mi dedo se deslizó hasta la opción de responder. Pero antes de poder escribir algo, el teléfono se resquebrajó entre mis manos, convirtiéndose en polvo que se llevó el viento. La ciudad se desvaneció con él.
En su lugar, un árbol de 桜 se alzó frente a mí. Sus ramas se extendían hasta donde la vista alcanzaba, y bajo su sombra, un muchacho me observaba. Cabello negro. Ojos almendrados. Un rostro que ya no era mío.
—¿Quién eres? —quise preguntar, pero no tenía voz.
El muchacho —yo— dio un paso adelante.
—タケチ Tienes que despertar.
El mundo se rompió como un espejo estrellado. Y caí de nuevo en la oscuridad.