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Capítulo 2: Debajo del cielo roto — Parte II

Mark no sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que el viejo cocinero lo dejó. La carreta seguía crujiendo con cada sacudida, y el chirrido de las ruedas sobre la arena se repetía como una letanía áspera. No dormía. Solo observaba el techo de lona, sucio y reseco, mientras su mente giraba sin rumbo, igual que los ejes que lo sostenían.


Una y otra vez repasaba las palabras del hombre de barba gris. ¿Curandero? ¿Cocinero? ¿Ambos? ¿Qué razón tenía para socorrer a alguien como él? No encontraba lógica, solo una presión muda en el pecho y un zumbido constante en la cabeza.


Se incorporó con lentitud, apartando los sacos que lo rodeaban. Miró hacia la entrada de la carreta, vaciló, luego se arrastró hacia una rendija entre las lonas.


Cuando asomó la cabeza, una ráfaga de luz y calor lo azotó de golpe. El mundo exterior era árido y ajeno. Dunas rojizas se extendían sin fin, interrumpidas por colinas de piedra que parecían costras viejas en la piel de la tierra. El cielo, inmensamente azul, no ofrecía sombra ni alivio.


El viento arrastraba polvo seco. El calor lo golpeó con brutalidad. Se encogió, jadeando por el contraste.


—¿Cómo puede hacer tanto calor allá afuera… y tan poco aquí dentro?


Fue entonces cuando notó el cambio. El vaivén había cesado. La carreta estaba quieta. No sabía en qué momento se había detenido. Se había perdido en sus pensamientos. Desde su ángulo, alcanzó a ver que no había más vehículos detrás. Estaba al final de la caravana.


—¿Estoy… en la última carreta? —susurró, desconcertado.


El corazón le palpitó con más fuerza. Quizá era su oportunidad. Tal vez podría hablar con el cocinero… con Rulf.


Bajó con cuidado, manteniéndose pegado a la estructura de madera como si eso pudiera protegerlo. A lo lejos, escuchó el crujir de brasas y el ritmo de un cuchillo sobre una tabla. El olor de un caldo espeso, salado, flotaba en el aire.


Rulf estaba en cuclillas junto a una olla suspendida sobre el fuego. A su lado, un mercenario tatuado limpiaba las suelas de sus botas con desgano. Otro, con cicatrices marcadas en los brazos, observaba el horizonte apoyado en su espada, inmóvil.


Mark dio un paso. Luego otro. El tirón en el abdomen lo hizo detenerse con un gemido.


—Auch…


—¡Oh! El chiquillo se arrastró hasta el fuego —dijo el tatuado sin siquiera levantar la vista.


Rulf giró el rostro, sonrió con la comisura torcida.


—¡Ya era hora! Ven, acércate. No muerden… aunque la cara la tienen, ¿eh?


Mark dudó, pero sus pies avanzaron. Se mantuvo a distancia, como si eso bastara para protegerlo de lo que no comprendía.


—Siéntate ahí —dijo Rulf, señalando una manta extendida sobre la arena—. Tienes la cara más blanca que ayer.


Mark obedeció, aunque su cuerpo seguía rígido. Cuando Rulf alzó una mano hacia su frente, Mark retrocedió con un movimiento automático.


—Eh, tranquilo… —murmuró el cocinero, bajando el tono—. Solo quiero revisar cómo estás.


Mark no respondió. Asintió con un leve gesto, la mandíbula apretada. Seguía tenso, como si esperara que lo dañaran sin razón.


Rulf se le acercó con más calma. Le tocó la frente, luego colocó los dedos sobre el abdomen, murmurando algo que Mark no pudo entender. Sintió una calidez sutil extenderse desde el centro del estómago, como si algo lo aflojara por dentro. El dolor comenzó a ceder.


Sus ojos se abrieron, incrédulos.


—¿Qué… fue eso?


—¿Qué crees? —dijo Rulf, volviendo al fuego—. Magia de sanación básica. Nada especial.


—¿Magia…? ¿Eso es real?


Los mercenarios intercambiaron una mirada, desconcertados también, aunque por otras razones.


—¿Habla en serio? —preguntó el de las cicatrices.


—Ni idea —respondió Rulf encogiéndose de hombros—. Chiquillo, ¿no sabes lo que es la magia?


Mark bajó la mirada. No era miedo lo que sentía, ni asombro. Era algo más profundo, más hueco. Como si lo que acababa de presenciar no encajara en su memoria. Como si todo estuviera… desplazado.


Rulf suspiró y se arrodilló frente a él.


—Está en casi todo por aquí. Hay quienes la estudian, quienes la canalizan, quienes la ignoran. Algunos refuerzan su cuerpo, otros mueven cosas sin tocarlas.


—Y también sirve para pelear —añadió el tatuado—. Si sabes usarla, puedes durar más que el resto.


Mark asintió, pero lo hizo como quien copia un gesto sin comprender su significado.


—No… recuerdo que existiera algo así —musitó, más para sí mismo que para los otros.


—¿Qué?


—Nada. Gracias —dijo con torpeza, inclinando un poco la cabeza.


—Tch. Raro el crío —murmuró el de cicatrices, volviendo a vigilar el desierto.


Una de las grandes lagartijas bostezó cerca del fuego. Mark ya las había visto desde la carreta, pero ahora, con tiempo para observarlas, notó las escamas toscas y los ojos dorados que parpadeaban con desgano.


—Esa es Peg —comentó Rulf—. La otra es Mármol, y la que lleva un listón morado en la cola se llama Ficpu.


—Y esa tiene una historia que el calvo cuenta cada semana —dijo el tatuado.


—¡Como si fuera verdad! Que si le compró ese listón a un rey, ¡a un rey! —Rulf se rió con ganas—. Como si eso hiciera especial a la bicha.


El otro mercenario resopló, negando con la cabeza, y regresó a su puesto.


Mark no dijo nada. Solo observó el listón ondear con la brisa, como una señal de algo que no entendía. No sabía qué era este lugar, ni qué hacía allí. Todo lo que le rodeaba parecía ajeno… o peor, irreconocible.


Tal vez estaba lejos. Pero no solo en la distancia.


Tal vez estaba en otro sitio por completo.


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