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Capítulo 2: Debajo del cielo roto Parte I

El suelo bajo sus ojos era de tierra seca, cuarteada por el sol.


Levantó lentamente la vista. A medida que lo hacía, la nuca le ardía como una losa caliente pegada a la espalda. Solo podía alzar la mirada hasta cierta altura.


El cielo, pensó, debería ser azul. Lo sabía.

Pero cuando logró enfocar hacia arriba, lo que vio fue un lienzo negro, salpicado de grietas brillantes. Como si alguien hubiera quebrado la bóveda celeste y la hubiera remendado con estrellas falsas.


Unos niños jugaban con una pelota de trapo. Corrían entre ellos, riendo. Pero sus risas llegaban distorsionadas, como si rebotaran tras un vidrio grueso. El polvo flotaba inmóvil en el aire, suspendido como ceniza tibia. Al fondo, casas bajas de barro agrietado y techos de lámina oxidada. La luz del atardecer caía oblicua, filtrándose entre los árboles de un parque lejano. Todo parecía a punto de desvanecerse.


Conocía ese lugar.


Era el barrio donde había nacido. Donde creció. Donde, por un tiempo, creyó que el mundo era pequeño y predecible.

No sabía si su cuerpo estaba allí. No sentía los pies. No caminaba. Solo existía.


Y por primera vez en mucho tiempo, no dolía.


Entonces, una voz:


「 Oye… 」


Sin edad. Sin género. Como si intentara aparentar ser alguien conocido y le hablara desde el fondo de un pozo seco.


Mark forcejeó para girar el cuello. Algo crujió en su nuca, pero el esfuerzo le permitió ver un destello: unos ojos morados. No un violeta apagado, sino el púrpura profundo de una amatista bajo una lámpara de sal. Brillaban con una luz que no iluminaba nada.


Intentó enfocar la figura, pero sus bordes se deshacían como tinta en agua. Solo los ojos seguían allí, clavados en él con una intensidad que dolía.


La figura lo saludó con la mano, y con una sonrisa.

Una sonrisa que transmitía algo de tranquilidad… o quizás cordialidad.


Mark frunció el ceño. La calma permitió a la duda.


—¿Quién eres tú?


La figura ladeó la cabeza. Como si no supiera de qué hablaba.


「 Mmmh ¿a qué te refieres?」


Él bajó la mirada. Suspiró, y se puso de cuclillas.


—No tengo ánimos para pensar en eso…


La figura no se ofendió. Caminó hacia él. El polvo giraba a su alrededor, intocable. Cada paso empujaba la tierra, como si el mundo se rehiciera a su voluntad. Como si pudiera hacer lo que quisiera en ese mundo.


Se sentó a su lado, despacio, sin peso. Y aunque estuvieran hombro con hombro, su rostro seguía siendo un misterio, como un recuerdo mal dibujado. Mark se cansó de intentarlo y simplemente colocó su cabeza en lo que parecía el hombro del otro ser.


Tarareó una melodía sin palabras. Una canción hecha de polvo antiguo, de ecos entre sueños. De esas que uno cree haber oído de niño… pero que nadie recuerda enseñar.


Mark no la conocía. Pero no le molestó.


La escuchó. Y poco a poco, se quedó dormido otra vez, en los brazos de ese recuerdo que no era suyo.


Mientras tarareaba, las grietas en el cielo negro pulsaban al ritmo, como si el mundo entero fuera su instrumento.



Despertó.


Por un momento, no supo si el sueño continuaba. Notó arena fina entre los dedos. La misma del sueño. Pero cuando intentó examinarla, se desvaneció como humo.


El aire era tibio. Algo húmedo le rozaba el rostro.

Una vibración lo atravesaba, persistente, como la madera vieja que se queja al moverse. Lo sentía en la espalda, en las costillas.


El crujir aumentó. Había movimiento. Un vaivén lento.


Al frotarse los ojos, vio el techo de la carreta: tablones toscos, resquebrajados. Por las ranuras entraban haces de luz temblorosa. Cada golpe del viento hacía gemir la estructura. El olor a madera seca y paja lo envolvía. También algo más agrio, más humano: sudor de semanas fermentadas, vómito añejo y ese dulzor metálico que solo deja la sangre vieja.


Tardó unos segundos en entender dónde estaba.


El corazón le empezó a golpear el pecho.


—¿Dónde estoy?


Intentó incorporarse, pero un ardor punzante le cruzó el torso. Jadeó. Sus brazos estaban vendados con trapos viejos, mal ajustados. Los pies, envueltos en tela húmeda. Quiso levantarse, pero el vértigo lo derribó de inmediato. Se aferró a las paredes de la carreta para no desplomarse.


La garganta se le cerró.


Recordó la arena. La oscuridad. El frío.

La piedra negra.

Las bestias mecánicas, que parecían sacadas del abismo, el estruendo del arma de fuego, todo eso latiendo dentro de su pecho.


Se llevó la mano a la frente.


—¡No! —susurró, como si al decirlo pudiera negarlo—. No fue real… no puede ser…


Pero las vendas bajo sus dedos tenían una textura áspera. Húmeda. Estaban ahí. Todo estaba ahí.


Sintió cómo el estómago se contraía. No tuvo fuerzas para contenerlo. Se inclinó hacia un rincón de la carreta y vomitó una bilis amarga, líquida, vacía. El sonido fue débil. El ardor, insoportable. El ácido le quemó la garganta. Escupía pedazos de sí mismo, como si el cuerpo buscara vaciar su alma por la boca. Y sin embargo, el dolor persistía, pero ahora compartía espacio con el hambre y el miedo.


—Gah… ¿así que no estoy muerto?


Nadie respondió.


Permaneció encorvado varios minutos, respirando con dificultad. Luego se obligó a sentarse. Seguía doliendo. Pero también… tenía hambre. Y miedo.

Lo suficiente como para empezar a pensar.


Un pensamiento oscuro lo atravesó.


—¿Y si… me atraparon los esclavistas?


El rostro se le volvió pálido.


Miró a su alrededor. La carreta estaba vacía. Solo él y un par de cajas cubiertas con mantas. No había grilletes. Ni cadenas. Pero su cuerpo temblaba igual.


Se arrinconó en la esquina más lejana a la entrada, abrazándose las rodillas. No sabía si deseaba que alguien entrara… o que nadie lo hiciera jamás. El tiempo se volvió viscoso. La madera crujía. El aire seguía seco. Y el sol avanzaba lento, apenas, más allá de las rendijas.


Y entonces, pasos.


Una silueta se detuvo frente a la lona de entrada. La corrió hacia un lado.


Un hombre mayor, con la piel curtida por el sol y una barba gris descuidada, se asomó. Tenía una expresión tranquila. Vestía ropas holgadas y un sombrero de ala ancha. Traía un pañuelo húmedo en una mano y una cuenca de barro en la otra.


Cuando lo vio despierto, alzó las cejas.


—Ah, estás despierto… No esperaba eso tan pronto —dijo, dejando entrar la luz.


Mark se tensó. Retrocedió hasta que la madera le arañó la espalda.


—¡No… no se acerque!


El hombre no se movió. Solo dejó el cuenco y el pañuelo a un lado, alzó ambas manos.


—Tranquilo, niño. No soy uno de esos… —hizo una pausa—. Llegaste solo. Te encontramos en la entrada de la grieta. Estabas hecho pedazos.


Mark lo miró, callado, como si cada palabra fuera una trampa.


El hombre se agachó y le tendió la cuenca.


—Toma. En el desierto, el agua es vida — El hombre observó el cuenco, luego a Mark, y añadió con una media sonrisa —Y no, no está envenenada. Lo juro por mis pocos dientes.


Mark no se movió. El silencio fue largo, tenso.


Finalmente, el hombre suspiró. Dejó el cuenco en el suelo entre los dos y se sentó en el borde de la carreta, sin acercarse.


—Soy curandero… y cocino mejor que curo. Me llamo Rulf. ¿Y tú?


Mark bajó la mirada. Algo en su interior se cerró.


No respondió.


Rulf esperó un momento. No insistió.


—Bueno… cuando tengas fuerzas, los comerciantes quieren hablar contigo. Pero no hay prisa —se levantó con lentitud—. Ah, y si vuelves a vomitar, intenta apuntar hacia afuera de la carreta. El último niño me manchó los calcetines.


Le guiñó un ojo y salió, dejando a Mark solo con el cuenco de agua, la luz del sol… y un corazón que no sabía si volver a confiar.


Por un instante, en el cuenco, creyó ver dos puntos violetas encendidos en sus pupilas. Parpadeó. El reflejo se quebró.

Y ya no estaban.


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