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SS1

El cielo estaba en calma, pero la tierra no.


Desde lo alto de la cornisa rocosa, el caballero observaba la negrura como si esperara que algo emergiera de ella. No podía quitarse de la cabeza la sensación de que lo que habían dejado atrás no estaba del todo muerto. Detrás de él, la caravana improvisada intentaba encontrar descanso, pero hasta el crujir del cuero y las brasas húmedas parecía más alerta que ellos.


A su lado, la princesa permanecía sentada, envuelta en una capa ajena. El viento le revolvía el cabello, pero ella no se inmutaba.


Él notaba la rigidez en sus hombros, el temblor casi imperceptible de su respiración. No hablaban. No había palabras suficientes.


Era la última heredera de una corona antigua, la princesa de Caelvar, un país fragmentado en tres estados. Había crecido entre banderas, tratados y juramentos. Ahora, sin tierra ni poder, era solo otra sombra en la caravana.


Allá abajo, donde antes hubo piedra y cadenas, solo quedaban ruinas mal visibles. El caballero no podía dejar de mirar.


—¿Crees que regresarán? —preguntó ella, sin mirarlo.


—No esta noche —respondió él, y su voz le pareció más vacía de lo que pretendía.


El silencio volvió. Pero algo en el aire se quebró de pronto. Un cambio de presión, leve pero punzante, como si el mundo hubiera dejado de respirar.


El primer pulso no fue un sonido, sino un peso. Una vibración profunda que subió desde el suelo hasta el pecho. El caballero sintió que su armadura, aún desabrochada, temblaba por dentro. No se movió.


Los líquenes de las rocas brillaron brevemente en tonos violáceos antes de apagarse, como si el valle contuviera la respiración.


Miró hacia abajo. No vio nada, pero algo en el valle había cambiado. No sabría explicarlo. Un hueco distinto en la negrura. Una sombra sin fuente.


Los de la caravana comenzaron a agitarse. Alcanzó a ver a uno de sus hombres alzando el acero por puro instinto. Otro intentaba encender una antorcha, pero el viento helado apagaba la chispa una y otra vez. Los rostros estaban tensos. Esperaban órdenes que él no podía dar.


—Lo sentí —dijo la princesa en voz baja—. No fue una sacudida. Fue como si algo nos viera.


Él no respondió. No podía. Algo se arrastraba por dentro de su pecho, como una memoria que no era suya.


Entonces llegó el segundo pulso.


Más grave. Más largo. El caballero sintió que su corazón se apretaba, que su respiración se volvía ajena. No era miedo. Era la ausencia de todo lo que conocía.


Durante los años de frontera, los ancianos hablaban de la Nada Viva, una fuerza que no destruía… sino que borraba. Él siempre creyó que eran cuentos para niños asustados. Hasta ahora.


Vio a un joven acercarse a él, pero se detuvo al ver su rostro. El caballero no entendía qué expresión cargaba: ¿alerta? ¿asombro? ¿negación? Ni siquiera lo sabía.


Y luego…



El mundo se deshizo.


No hubo sonido, pero sus dientes vibraron. No hubo destello, pero la retina le ardió como si hubiera mirado fijamente al sol. Luego… solo vacío. Un vacío que no era ausencia, sino hambre.


El caballero sostuvo la mirada hacia el abismo, como si así pudiera entender lo que sus ojos no mostraban. Pero el vacío no se puede comprender. Solo aceptar.



Al amanecer…


El frío seguía allí, pegado a la piel como una advertencia.


Él fue el primero en acercarse al borde. Sintió a la princesa caminar detrás, pero no volteó. Varios de los suyos se acercaron en silencio, como si temieran que cualquier palabra pudiera romper el velo de lo imposible.


Donde antes hubo una antigua prisión —convertida luego en un centro de trata de humanos— ya no quedaba nada.


Los túneles, excavados por generaciones, ahora estaban expuestos por lo que parecía un cráter. Se decía que descendían hasta tocar las venas de kromarita, el metal maldito. El cráter no tenía bordes ásperos, sino la tersura de una quemadura. La veta de kromarita en su interior latía como tejido necrótico alrededor de una llaga.


Había dejado hombres ahí. Hombres que juraron lealtad a cambio de kromarita fundida en sus espadas. Ahora ni sus armas torcidas quedaban para contar la historia.


Ni siquiera las historias de la Segunda Fractura hablaban de algo así. Ni los cantos del Bardo del Norte, ese viejo loco que decía que las montañas una vez se tragaron ejércitos enteros en un resplandor azul, como si una estrella hubiera caído y luego se arrepintiera. Esto… era otra cosa.


Bandadas de cuervos sobrevolaban el cráter en círculos perfectos, graznando en un ritmo sincronizado que sonaba a cántico fúnebre.


—¿Qué ocurrió anoche? —preguntó ella, y al hablar, un hilillo de sangre le resbaló de la comisura del labio. Lo limpió con displicencia, como si fuera algo habitual.


Él tardó en responder. No porque dudara… sino porque las palabras no alcanzaban.


—Lo que sea que estaba ahí… ya no está.


Pero lo sentía todavía. No en el suelo. No en el aire. En sí mismo. Como si una parte de él también hubiese sido tragada.


Antes, el zumbido gutural de la kromarita ahogaba hasta los sueños. Ahora, el silencio permitía escuchar cosas peores: el crujido de los huesos al caminar, el gemido del viento atrapado en gargantas invisibles.


Y aunque la caravana respiró aliviada, él supo que no había nada que celebrar.

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