Capítulo 1: Contacto con el horizonte - Parte III
Mark corrió sin sentir los pies. La pierna herida ya no era parte de su cuerpo; era un ruido lejano, como el eco de un tambor mal golpeado. El túnel se estrechaba, la piedra crujía bajo sus pasos, y el arrullo —esa canción sin voz— vibraba entre las paredes.
“Derecha”
Pero entonces…
Se frenó.
No por un obstáculo. No por el dolor.
Por duda.
—¿Por qué sigo la voz? —susurró.
El aire se volvió denso, y con él, el miedo regresó. Crudo. Viejo. Como si lo hubiese estado esperando. El arrullo se apagó, y por primera vez desde que entró a la cueva, Mark eligió el otro camino.
La izquierda. No el que marcaba la voz.
Uno más estrecho. Más oscuro.
Tropezó. Cayó de espaldas, la piedra le arrancó el aliento. Tosió. Se mordió un poco la lengua. Y entonces lo vio.
Un cuerpo deforme, cubierto de placas óseas y piel agrietada, pero había más: articulaciones de metal oxidado, segmentos de brazo que no eran carne sino cilindros hidráulicos manchados de grasa vieja. Sus brazos eran un desastre de metal y tendones: se retorcían en ángulos imposibles, como marionetas manejadas por un titiritero borracho.
No… eran varias.
Allí, en la penumbra, había cuerpos… pero no humanos.
Otro tenía una forma diferente y se arrastraba desde el fondo, reptando entre las piedras. Más pequeña, pero con una cabeza que parecía tres cráneos fundidos, y cada uno tenía una expresión distinta de agonía. Tenía dientes por todos lados. Literalmente. Donde debían ir los ojos. En los nudillos. En la espalda.
Eran peores que los cuentos. En las historias, el Rey Muerto solo quería esclavos. Pero esto… Olía al Barracón 12. A los gritos de los que nunca volvieron de la mina de kromarita.
Mentiras, pensó.
Pero uno lo miró.
Y se movió.
Mark se quedó quieto. Tan quieto que el mundo pareció detenerse.
El olor a sangre de su pierna herida debió delatarlo.
Entre los gruñidos de las criaturas, una voz cortó el aire: —¡Aquí! ¡Un niño! —rugió, áspera, humana. Un Cosechador.
Y entonces el infierno se soltó.
No lo atacaron. Se agazaparon entre los escombros, rodeándolo en silencio, como hienas esperando el momento justo. Mark, inmóvil, temblaba… Como si supieran que él era el cebo. Y cuando los pasos de los Cosechadores se acercaron, entonces se lanzaron.
—¿Qué demonios…? ¡maldito mocoso!— soltó uno de los cosechadores mientras se drenaba el color de su rostro.
Uno de los Cosechadores disparó.
El disparo no solo estremeció el túnel. Lo atravesó. Como si el sonido le devolviera la carne al cuerpo. Como si despertara del miedo puro.
—¡Dispara otra vez! ¡Otra vez! —gritaba alguien.
—¡Hay otro! ¡A la izquierda! —rugió uno de los cosechadores mientras balanceaba su espada. La hoja de kromarita brilló con un fulgor pálido, como los cristales de la mina maldita
Se tapó los oídos.
Pero no cerró los ojos. No podía.
El miedo le devolvió el cuerpo.
Logró alejarse unos metros del caos cuando, de repente…
—¡Detente! —dijo la voz en su cabeza.
El escalofrío fue inmediato. Una orden sin tono, sin emoción, pero que le caló los huesos.
—Escóndete —dijo la voz.
Entonces lo sintió. El suelo tembló.
Una vibración más profunda. Un peso que se arrastraba por el túnel.
Se tiró al suelo y se arrastró hacia una grieta estrecha. Se metió entre rocas húmedas, con las uñas sucias clavándose en la piedra.
El monstruo era un gusano mecánico, inmenso. Su cuerpo, una espiral oxidada de hueso artificial y metal, raspaba el suelo con placas carcomidas. En su cabeza, una flor carnívora de dientes de cristal albergaba un ojo blanco que latía como un corazón envenenado.
Antes de alcanzarlo, soltó un chirrido.
Agudo. Penetrante. Como si una flauta hecha con lenguas muertas hubiera sido soplada desde dentro. Mark apretó la cara contra la roca. Quiso gritar, pero no tenía aire.
El gusano siguió de largo. En línea recta.
Hacia los Cosechadores. Como si solo pudiera ver el sonido. Como si la violencia fuera su brújula.
Y entonces…
Otro disparo. Otra explosión.
Y un rugido que no era de arma ni de bestia.
Un choque. Algo se quebró. Algo gritó.
Mark salió de la grieta. Sus piernas temblaban, pero no por el cansancio: era el miedo, ese viejo conocido, el que le recordaba que cada paso podía ser el último.
Los gritos se mezclaban con chasquidos metálicos y un crujido seco. Como si alguien triturara muñecos viejos llenos de alambre. Uno de los Cosechadores gritó con rabia:
—¡El mocoso se escapó!
Pero fue ahogado por otro rugido. No era del gusano. Venía de más abajo, de donde ni siquiera los cosechadores se atrevían a mirar. Era la cueva: un sonido que Mark solo había escuchado una vez antes, cuando el silencio de las jaulas se quebró al amanecer, y los muros empezaron a vibrar con ese mismo lamento… como si la tierra misma supiera lo que les hacían a los esclavos.
Temblando, se arrastró fuera del camino. La voz volvió. Esta vez no fue un susurro.
—Izquierda.
Obedeció.
Porque esta vez no había duda en la voz.
Ni compasión.
Ni consuelo.
Solo la urgencia de algo que conocía el final… y aún así lo empujaba a cambiarlo.
Y mientras caminaba, entre los gritos y el crujir de metal, el arrullo volvió. Apenas un hilo. Pero suficiente.