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Capítulo 4: El orden de las cajas – Parte II

El día anterior había cenado un cuenco de estofado, igual que los demás. No había preguntado por qué esa vez sí le ofrecieron algo —ni a quién debía agradecérselo—, pero el cuerpo se lo agradeció en silencio.


Ahora, con la caravana detenida a un lado del camino, bajo una línea irregular de árboles, sentía el cambio. El cansancio ya no lo vencía de golpe como al principio. Estaba ahí, sí, persistente, punzando los hombros y las piernas, pero de otro modo. Como si su cuerpo ya supiera cuándo rendirse un poco… y cuándo volver a levantarse.


Pensaba en eso mientras cruzaba entre las ruedas polvorientas de las carretas. A esa hora, el sol caía en diagonal sobre los toldos y los bultos, alargando las sombras. Todavía no era mediodía. A lo lejos, unos mercenarios mataban el tiempo sentados sobre cajas. El aire tenía un olor seco, como de tierra que empieza a resquebrajarse.


Se detuvo frente a la carreta de Ragth y tocó la puerta con los nudillos.


—¿Sí? —La voz llegó desde dentro, algo apagada.


Abrió con cuidado. Ragth estaba encorvado sobre una mesa baja, con una pequeña pizarra entre las manos y una tiza blanca.


—¿Qué hacés ahí parado? Entra. No tenemos todo el día.


Mark obedeció, cerrando la puerta detrás de sí. Por dentro, la carreta tenía ese olor amaderado y seco de los objetos antiguos. Ragth hizo a un lado un montón de telas dobladas y le indicó con la cabeza que se sentara.


—Vamos a empezar con lo más básico —dijo, mientras escribía algo sobre la pizarra con trazos firmes y angulosos—. Esto es tu nombre. Aprendelo.


Mark miró la palabra. El ritmo de las líneas le resultaba extraño, como si estuvieran hechas con otra clase de pensamiento. No eran letras que conociera. No podía leerlas. No del todo.


No preguntó. Tampoco corrigió a Ragth ni intentó explicarle que sabía escribir, al menos según lo que le enseñaron en su escuela. Porque esto… esto no era lo mismo. Incluso su nombre parecía pertenecer a otra lengua.


—Tenés todo el día para practicarlo —continuó Ragth, empujándole la pizarra—. Y mañana me lo escribís sin mirar.


Había algo seco en su tono, pero no era hiriente. Y aunque no lo había dicho con ternura, tampoco era un desprecio. Mark tomó la pizarra con ambas manos, como si cargara algo frágil.


Ese era su nombre. Su propio nombre, pero diferente. Otro alfabeto. Otro trazo. Como si hasta eso tuviera que reaprenderlo.


Mientras intentaba copiar las formas con la tiza, sintió un latido detrás de los ojos. No de cansancio físico. Era otra clase de esfuerzo. Como si en lugar de mover peso, ahora tuviera que mantenerlo en la cabeza.


Y en medio del trazo torpe de la letra final, lo pensó:

Quizás Ragth no es una mala persona.


No lo decía con certeza. Ni con simpatía. Pero había algo en ese gesto —enseñarle a escribir desde cero, como a un niño, sin burlas— que no se parecía a una orden ni a un castigo. Era otra cosa.

_____________


Pasó cerca de una hora copiando las letras. Las primeras veces fueron un desastre: el trazo temblaba, la tiza se partía en sus dedos, y lo que escribía apenas se parecía al modelo de Ragth. Pero con el tiempo —con el esfuerzo sostenido— empezaron a salir mejor. No bien, pero al menos legibles.


—Llevate eso —dijo Ragth, señalando la pizarra con el mentón—. Lo repasás esta noche.


Mark la tomó con ambas manos, aún concentrado.


—Ahora mirá esto —añadió el comerciante, y estiró un rollo que había estado enrollado sobre una repisa. Al desenrollarlo, dejó al descubierto una superficie mate, rugosa, de color marrón claro, como si fuera cuero curtido. El mapa ocupaba casi toda la cara visible, trazado en tinta oscura, con líneas quebradas, nombres en caligrafía apretada y una red de rutas que se cruzaban con formas angulosas.


Pero fue lo del reverso lo que le llamó la atención.


Cuando Ragth giró la hoja para aplanarla mejor, Mark vio lo que parecía un dibujo más antiguo: un círculo trazado con precisión, rodeado de signos que no parecían letras, ni números, ni nada que pudiera leer.


No era decorativo. No era parte del mapa.


Parecía un sello. O algo vivo, encerrado allí por manos que sabían más que él.


Su mirada se quedó fija, como si algo de ese trazo le rozara por dentro, sin que pudiera decir por qué.


—¿Qué es eso? —empezó a decir, sin atreverse a tocarlo.


Pero antes de que pudiera seguir, Ragth chasqueó los dedos frente a él.


—Eh. ¿Querés aprender o vas a quedarte soñando con dibujitos?


Mark pestañeó. Volvió la vista al mapa, ahora del lado correcto.


—Acá —dijo Ragth, marcando un punto con el extremo de la tiza—. Esta es Aljorah. No es una ciudad grande, pero tiene una estación de postas y un buen mercado. Vamos a detenernos ahí mañana al mediodía.


Luego arrastró la tiza por uno de los caminos dibujados.


—Y esto es donde estamos ahora. Si no hay tormentas, llegamos sin problema. Pero si hay nubes negras en el oeste, nos toca rodear. Y eso significa un día más, mínimo.


Mark asintió, todavía con la pizarra en la mano.


No volvió a mirar el símbolo extraño, pero no lo olvidó.


____________


Esa noche, ayudó a Rulf a cortar raíces duras y cebollas de un costal con olor a tierra. El fuego chispeaba en una olla baja, mientras el aire nocturno se espesaba con el aroma del guiso. No había conversación, solo el golpeteo de los cuchillos contra la madera.


—¿Te sigue doliendo la espalda? —preguntó el cocinero, sin mirarlo.


—Un poco.


—Mejor que ayer, ¿no?


Mark asintió. El calor del fuego le entumecía las manos, pero de un modo agradable. Como si todo lo del día —el polvo, las cuentas, los trazos mal hechos— se derritiera un poco en el vapor del estofado.


Guardó silencio unos minutos. Luego, sin mirar a Rulf, dijo:


—Hoy vi… algo raro. En el mapa de Ragth. Tenía un dibujo atrás. Un círculo… con cosas. No sé qué era.


Rulf no respondió de inmediato. Revolvía la olla con una cuchara de mango largo, con la vista clavada en el centro del líquido. Luego sonrió, pero no fue una sonrisa amable. Fue una de esas que saben a ceniza.


—¿Y Ragth? ¿Te dijo qué era?


—Dijo que no importaba.


Rulf soltó una risa seca.


—Claro que no. Para él nada importa si no se puede vender.


Mark dudó. Pero algo de la imagen seguía clavado en su cabeza, así que insistió:


—No se parecía a las letras… ni a ningún dibujo. Parecía… —se detuvo, buscando la palabra— algo vivo. O encerrado.


Esta vez, el cocinero suspiró. Bajó el fuego de la leña y se apoyó en la mesa con los brazos cruzados.


—Eso que viste, chico, es un círculo mágico.


Mark lo miró. No dijo nada.


—Hay muchos tipos —continuó Rulf—. Las ruedas de las carretas, por ejemplo. Tienen uno. Las mantiene suspendidas unos milímetros. No lo ves, pero ahí están. Si no, cada piedra del camino nos rompería los dientes.

Y dentro de las carretas… ¿no notaste que siempre están frescas? Aunque afuera te estés achicharrando.


Mark pensó en su primer día, en ese momento absurdo donde había sentido alivio al entrar. Había creído que era por el toldo, por la sombra. Pero no era eso.


—No lo sabía —dijo en voz baja.


—Cada círculo cumple una función —explicó Rulf, sirviéndose un poco del guiso en un cuenco de metal—. El del mapa, seguro es para protegerlo de la humedad o de los insectos. Puede que incluso de la magia misma. Un hechizo contra el tiempo.


Mark asintió, lento. Su mirada se perdió en el fuego un instante.


—Pensé… que era algo más.


—Lo es —dijo Rulf, llevándose una cucharada a la boca—. Pero no para todos.

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