Capítulo 4: El orden de las cajas – Parte I
Había pasado una semana. No era mucho tiempo, pero algo en el cuerpo de Mark ya no se rendía tan fácil. El dolor seguía ahí, agazapado en los hombros y la base de la espalda, pero su paso era más firme y el temblor de sus brazos tardaba más en llegar.
Esa mañana el calor subía lento, como una advertencia. El sol aún no llegaba a lo alto, pero ya le ardía la piel del cuello.
Mark dejó una caja junto a las demás y limpió el sudor con la manga. Nadie le decía qué hacer. Simplemente lo hacía. Había dejado de contar los viajes.
Desde el borde de la carreta, Ragth lo observaba. No lo saludó ni hizo ademán de llamarlo. Solo lo miraba, como se mira a un animal de carga que empieza a dar signos de aguante.
No había hablado con él antes. No directamente. Y no esperaba que lo hiciera ahora. Ragth era uno de los comerciantes principales, siempre revisando papeles, cerrando cajas, organizando cosas que Mark no entendía. Sabía que era distinto a Tomás, pero no sabía en qué. Quizás en que no gritaba. Quizás en que siempre parecía medir a los demás, como si estuviera decidiendo si valían algo.
Mark fue a buscar otra caja, pero esta vez, al regresar, Ragth le alzó una mano.
—Déjala ahí —dijo con voz neutra, casi distraída—. ¿Sabés diferenciar lo que llevás?
Mark lo miró sin entender.
—Quiero decir —continuó Ragth, sin levantar la voz—, si te doy dos cajas iguales, ¿podrías decirme cuál lleva clavos y cuál lleva aceite solo por cómo suenan o huelen?
Mark bajó la mirada. No respondió. No quería decir que no. No quería decir nada.
—Vení. —Ragth se apartó del borde de la carreta y caminó hacia una manta extendida en el suelo—. Vamos a ver si podés hacer algo más que cargar peso.
La sombra de la carreta cubría parte de la manta. Encima había una caja abierta, y dentro, objetos pequeños: frascos, herramientas, rollos de tela, piedras. Todo ordenado con una precisión que Mark nunca había visto.
—Esta caja no es de mercancía para venta —explicó Ragth—. Es inventario de soporte. Herramientas, repuestos, conservas, cosas que no se muestran al público pero que permiten que la caravana siga avanzando.
Mark se agachó sin que se lo pidieran. Escuchó.
—No quiero que toques todavía. Solo mirá.
Ragth sacó un pequeño cuaderno y trazó con un carboncillo una cuadrícula. Luego la replicó en una hoja más grande.
—Primero por tipo, luego por uso. Si algo se usa mucho y tenemos poco, lo marco en rojo. Si hay de sobra y casi no se usa, va en gris. Lo normal, sin marcar. Así no llevamos peso innecesario.
Sacó una piedra de afilar y la dejó sobre un extremo de la manta.
—¿Sabés contar?
Mark dudó. Luego negó con la cabeza.
Ragth asintió despacio, sin burlas, sin reproche.
—No pasa nada. Vas a usar marcas. Una raya por cada objeto. Si hay muchos, una raya gruesa. No te preocupes por el resto.
Le dio una hoja con columnas vacías y un pequeño trozo de cera con olor dulce. Mark sintió un cosquilleo en la nariz al olerlo, como si le llegara un recuerdo que no podía ubicar. Algo familiar, como el pan que su madre horneaba en invierno, cuando el aire se llenaba de calor y aroma en la cocina. La sensación se desvaneció tan rápido como llegó, pero dejó un ligero peso en su pecho.
Su estómago rugió, una reacción instintiva, recordándole que hacía días que no comía más que el almuerzo, y aún faltaba el final del día.
En ese instante, Rulf apareció con un cuenco en las manos, destinado a Ragth. Cuando vio a Mark, detuvo su paso, como si fuera un descubrimiento inesperado. Su mirada pasó de la comida a Mark y, en un parpadeo, comprendió.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Rulf, sorprendido de que Mark estuviera tan cerca de Ragth.
Mark no respondió, solo se encogió ligeramente, mirando al suelo. No había dicho nada sobre lo que sentía ni sobre las horas de trabajo que habían pasado.
Rulf, sin decir más, frunció el ceño y regresó rápidamente a la carreta. Mark no entendió si lo hacía por desconfianza o por alguna costumbre. Lo que sí entendió es que había algo raro en la forma en que lo miró.
Al cabo de unos minutos, Rulf regresó con otro cuenco, uno más pequeño, y se lo extendió a Mark sin mediar palabra.
—Tómalo —dijo Rulf, con una expresión que no dejaba mucho espacio a preguntas.
Mark miró el cuenco. El estofado. El mismo que había probado cuando llegó por primera vez a la caravana. El aroma no le resultaba nuevo, pero lo había olvidado hasta ese instante. El calor del guiso se alzó como una respuesta directa a su hambre, algo tan simple, tan humano, que su cuerpo reaccionó antes que su mente. Tomó el cuenco, y antes de que pudiera articular palabra, ya estaba comiendo, con prisa, como si el estómago lo obligara.
Rulf observaba en silencio, luego se giró y dejó a Mark comer en paz, como si el gesto no tuviera mayor trascendencia. La comida era un alivio, pero el silencio que seguía flotando en el aire, y el hecho de que estuviera tan cerca de Ragth, le daban a Mark una sensación extraña, una mezcla de satisfacción y desconcierto. Por un momento, todo parecía detenido, como si la comida hubiera sido un pequeño respiro antes de lo que realmente venía.
Luego del almuerzo ambos continuaron lo que hacían, pasaron caja por caja. Ragth le enseñaba el sonido de los frascos medio vacíos, el peso de los sacos según su contenido, la textura del metal limpio y el oxidado. También le decía qué cosas no debían tocar el sol, y cuáles podían estropearse con solo olerlas mal.
Mark escuchaba. Asentía. Hacía las marcas. No hablaba.
Ragth revisaba su trabajo de tanto en tanto. A veces corregía, otras simplemente pasaba a la siguiente caja. No lo felicitaba ni lo regañaba. Lo trataba como alguien que estaba aprendiendo algo útil.
El sol empezó a caer detrás de las colinas. Mark alzó la vista y vio que el cielo se oscurecía rápidamente. Un nudo le apretó el estómago cuando recordó que aún no había ido a guardar la mercancía de Tomás. Su rostro se tensó, pero no dijo nada. Solo trató de apurar el paso, sintiendo la presión del tiempo a su espalda.
—Mañana seguimos —dijo Ragth al cerrar la última caja, mientras enrollaba el inventario—. Hoy no lo hiciste mal.
Mark no respondió. El cansancio se le había pegado a la piel como la arena. Pero sus piernas no temblaban. Al menos no tanto como antes.
Ragth lo miró por un momento, como si estuviera sopesando algo en su mente.
—Después de cenar —dijo, como quien recuerda algo a última hora—, pasá por la carreta. Te voy a mostrar unas cosas para que aprendas a leer inventario.
Mark parpadeó, dudó. La imagen de Tomás esperando que él guardara las mercancías le pesaba. Pero se vio obligado a aceptar la oferta.
—¿Puedo cenar?
La pregunta le salió como un hilo.
Ragth lo miró, desconcertado.
—¿Cómo que si podés? ¿No cenás?
Mark negó despacio.
—Desde que llegué, no.
Ragth frunció el ceño. Se llevó una mano a la frente, pero su gesto no era de rabia, sino de incomodidad.
—¿Y comés cuántas veces al día?
—Una. En el almuerzo.
El silencio se volvió más denso que la caja más pesada. Ragth no dijo nada por un instante. Luego exhaló por la nariz, como resignado.
—Bueno, desde hoy comés tres veces. ¿Entendiste?
Mark asintió.
—Y lo de leer lo dejamos para mañana. Andá a comer.
El niño se alejó sin mirar atrás. Pero algo en su espalda, tan siempre tensa, bajó apenas un poco.
No lo decía en voz alta, pero Ragth ya lo había decidido: mañana también lo dejaría elegir primero el pedazo de pan.
Esa noche, Mark ayudó a Tomás a cerrar la carga. Luego fue al fogón.
Rulf servía un guiso espeso, humeante. El olor a cebolla dorada y comino parecía flotar en el aire, suave y persistente. Mark estiró las manos con timidez, y cuando recibió su plato, el calor le invadió los dedos, la nariz, el pecho.
El primer bocado lo hizo cerrar los ojos.
La carne se deshacía con apenas tocarla, la papa tenía sabor a fuego lento, y el fondo del cuenco escondía un toque de pimienta que le hizo respirar más hondo. No era solo comida. Era una promesa. Algo que no podía nombrar.
Mientras comía en silencio, con las piernas cruzadas junto a la carreta, no pensó en nada más.
Solo en ese calor que, por un instante, no venía del sol.