Capítulo 3: Primer trabajo — Parte II
Después de hablar con los comerciantes, pasó el tiempo. El día siguiente llegó sin anuncio, seco y claro como la tierra que lo despertaba. La caravana se había detenido en un pequeño pueblo rodeado de polvo y arbustos bajos.
Tomas se había levantado temprano. Con la ayuda torpe de Mark, alzaron una tienda sobre una estructura de madera sencilla, improvisada casi en el centro de la plaza. No dijo mucho mientras trabajaban, pero con un gesto le indicó que ya podía traer la mercancía.
El primer saco pesaba más de lo que parecía. Mark lo abrazó con ambos brazos, sintiendo cómo la tela áspera se le clavaba en los antebrazos. Caminó tambaleándose hasta la carreta de Tomas y descargó el peso con torpeza. La cuerda raspó la madera al caer, levantando una nube de polvo.
—Otro —ordenó una voz seca a su espalda.
Tomas no lo miraba. Sentado entre frascos y libros abiertos, garabateaba con tinta que olía a hierro. Había dejado claro que Mark trabajaría desde ese día, sin instrucciones más allá de señalar una pila de sacos y una carreta a medio llenar.
Las idas y vueltas lo partieron por dentro. El calor, el polvo, el zumbido constante de las moscas… todo se le adhería al cuerpo como una segunda piel. Al tercer viaje le dolían los hombros; al quinto, la camisa estaba empapada de sudor. No sabía cuánto tiempo había pasado, solo que su respiración se volvió un enemigo: lo apuraba cuando quería descansar, lo frenaba cuando quería seguir.
—Déjalo así —dijo Tomas sin alzar la voz ni la mirada—. Puedes descansar.
Mark se quedó inmóvil unos segundos, como si no estuviera seguro de haber oído bien. Luego asintió, aún agitado, y se apartó con pasos vacilantes. Tenía los dedos entumecidos de tanto apretar. Solo entonces notó la mirada breve del hombre: no había juicio, ni aprobación, solo una evaluación constante, mecánica, por dentro y por fuera.
Al rodear la carreta, encontró a Rulf bajo una lona, cerca de un punto donde varias sombras se cruzaban. A su lado, un hombre de piel tostada y barba cerrada, con armadura ligera y un aire más relajado que los otros mercenarios, cortaba raíces secas con un cuchillo corto. Ambos preparaban varios cuencos sobre una caja ancha.
—Ah, justo a tiempo —dijo Rulf al verlo—. Siéntate, chico. Hoy hay almuerzo de los buenos.
Mark no respondió. Se dejó caer sobre un banco bajo hecho de cajas vacías, sin levantar la mirada.
—¿Eso dices porque no tuviste que cazar el lagarto tú? —replicó el otro, sin dejar de trabajar.
—Yo lo limpié, Harn. Con eso basta. Además, lo cociné.
Desde allí, el olor lo alcanzó con fuerza: especias terrosas, ajo silvestre, y un fondo graso que parecía venir de algún animal más bien seco. Mark tragó saliva.
—Carne de tirdrak —dijo Harn, como si hubiera notado la duda—. Sabe a cuero viejo, pero llena.
—Lagarto del desierto —aclaró Rulf—. Le puse dátiles, harina de raíz, un poco de comino y caldo de huesos. La mezcla se espesa sola si lo haces bien. Y no te quejes: esto es banquete aquí.
El cocinero sirvió tres cuencos. El estofado era espeso, marrón oscuro, moteado de trozos naranjas de raíz cocida. Flotaban nueces de sal amarilla, coronado por una hoja seca, apenas tostada.
Mark sopló con cuidado. La primera cucharada le quemó la lengua, pero no se quejó. El sabor era fuerte, como tierra cocida, con un dulzor oculto que tardaba en aparecer.
—Los dragones de tierra están migrando al sur —comentó Harn—. Eso significa que no habrá temblores por unos días. Nather duerme tranquilo, por ahora.
—Mmm —respondió Rulf—. Aunque dejan grietas por donde pasan. Ayer vi una que cruzaba el camino como si la hubieran dibujado con un cuchillo.
—¿Dragones? —murmuró Mark, sin querer.
—No como los de las historias —aclaró Rulf—. Son bestias grandes, ciegas, que excavan túneles bajo la roca. Cuando migran, se llevan el calor con ellos. Pero también derrumban caminos, se comen ganado… o peor.
—Si los ves, corres —dijo Harn—. Si los oyes, ya es tarde.
Mark bajó la vista. No sabía si hablaban en serio. Pero lo decían como quien comenta el clima, o la escasez de leña: cosas inevitables.
El estofado seguía caliente. A cada cucharada, sentía que le devolvía un trozo de algo perdido. No sabía cuánto. Solo que lo reconocía al recuperarlo.
Y por ahora, eso era suficiente.
Terminó en silencio. El cuenco vacío le pesaba en las manos. Rulf se lo retiró sin decir nada. Él se levantó despacio, como si los huesos no respondieran del todo. Nadie lo detuvo. Harn seguía hablando, pero Mark no lo escuchaba. Solo caminó.
Las calles de Nather parecían hechas de cal, dibujadas a mano sobre el polvo. Casas de adobe claro, techos planos, escaleras pegadas a los muros, sogas trenzadas, vasijas rotas como campanas mudas.
El sol caía sin piedad. Algunas carpas improvisadas se aferraban a los muros como parásitos buscando sombra. Bajo una, una anciana molía granos con ritmo lento. Más allá, dos hombres discutían junto a un burro flaco.
Mark pasó junto al pozo. Un niño se asomaba, medio cuerpo adentro, mientras otro lo sostenía con una cuerda. Risas, voces. Olor a frutas fermentadas, a piel sudada. Una mujer lavaba ropa. Un joven dormía en un tejado.
Todo parecía ir más lento. Más viejo. Como si el tiempo se arrastrara.
Mark no sabía adónde iba. Solo quería estar en un lugar donde nadie lo mirara.
Pasó junto a un almacén abierto: cajas apiladas, jarras rotas, una anciana dormida con un abanico aún en la mano. En un rincón del pueblo, encontró una higuera junto a una pared agrietada. Las hojas grandes ofrecían sombra densa. Se sentó ahí. Escuchó una campana lejana. Agua cayendo. Luego, nada más.
Se quedó sin pensar, hasta que el cielo empezó a cambiar de color. Entonces se levantó.
Ya era hora de volver.
El cielo era naranja cuando Mark regresó. Caminaba con pasos lentos. Tomas estaba de pie, enrollando una cuerda gruesa.
—Tardaste —fue lo único que dijo.
Mark bajó la mirada. No se explicó.
Tomas le lanzó una lona arrugada.
—Guárdala. Y desmonta la tienda.
No dijo más. Mark obedeció. Las estacas estaban duras, la lona pesaba, las cuerdas se enredaban. Pero no se quejó.
El polvo se le metía en los ojos, en la nariz, por dentro de la camisa. Los músculos le ardían. El último nudo le tembló en las manos antes de ceder.
Cuando terminó, Tomas ya guardaba sus libros. Solo asintió, como tomando nota de algo que no diría en voz alta. Luego subió a la carreta y se preparó para dormir.
Mark arrastró la lona doblada a un rincón libre, se quitó los zapatos y se dejó caer sobre un montón de telas. No sabía si le habían asignado ese lugar o si simplemente no estorbaba. No importaba.
Su estómago rugió. No quedaba nada del estofado. Y no se atrevió a pedir más.
Se encogió sobre sí mismo. El aire aún era tibio, pero la tierra empezaba a soltar frío. Cerró los ojos. No pensó en nada.
Ni en dragones, ni en pueblos, ni en nombres.
Solo cayó.
Y esta vez, no soñó.